Aunque las autoridades deben evitar anuncios o pronunciamientos que puedan incidir en las preferencias electorales, el presidente Andrés Manuel López Obrador se afana en burlar esa disposición. Este lunes, por ejemplo, habló de los “dos proyectos de nación” que según él se disputan México.
López Obrador hizo esa referencia al hablar de las elecciones, y más concretamente de la eventualidad de que desde una nueva conformación opositora en San Lázaro se le intente maniatar: “Que si ganan nuestros opositores y tienen mayoría en el Congreso nos van a quitar el presupuesto, no está tan fácil, no es así; que van a quitar los programas sociales porque es populismo, porque es paternalismo, no está tan fácil. (….) Lo estoy recordando para que no estén pensando que me voy a quedar con los brazos cruzados. Y es legal, no es nada fuera de la ley lo que estoy planteando”.
Tras esos señalamientos, Andrés Manuel aseguró que “hay dos políticas claras, dos proyectos de nación, distintos y contrapuestos, eso es clarísimo: hay quienes no quieren al pueblo y nosotros le tenemos amor al pueblo, aunque no les guste y aunque me critiquen, hay diferencias. Entonces, no somos clasistas, no somos racistas, no discriminamos, somos humanistas, no nos interesa el dinero, no nos mueve la ambición al dinero”.
No es nuevo el intento maniqueísta del Presidente por nombrar a su movimiento como el bando que busca el bienestar del pueblo, mientras que los adversarios –ya se sabe– serían quienes pretenden dañar al pueblo al buscar el retorno de un pasado en el que reinaban corrupción, influyentismo, impunidad, elitismo, discriminación, individualismo, etcétera, etcétera.
Entonces, el mandatario promueve claramente el “proyecto de nación” donde el pueblo es amado, y allá cada uno si decide votar por aquellos que atentan contra los mexicanos de abajo.
Para reforzar esa idea de los buenos contra los malos, López Obrador promueve la versión de que la democracia no ha sido la constante de la vida pública en México. Ni cómo desmentirlo en eso.
Pero el Presidente se arroga la atribución de definir los episodios de excepción democrática. Ayer los mencionó así: 1) los 10 años de Juárez-Lerdo; 2) el Maderismo; 3) el año 2000, cuando con la primera alternancia “llega un partido distinto y ya sabemos lo que pasó”; y 4) “ahora, que la gente dijo: ‘Queremos un cambio’. Nada más”.
Si así fuera, si en la actualidad estuviéramos en un momento democrático excepcional vaya que tiene características muy singulares: sería uno donde la prensa es vapuleada desde el poder presidencial, por ejemplo, y donde toda oposición es encasillada como reaccionaria, conservadora, movida por intereses oscuros o inconfesables, y demás lindezas ya sabidas.
Estaríamos viviendo un momento democrático que parte de la idea de que los perdedores del 2018 no tienen nada qué aportar para la redefinición del futuro, y que por ende no serán invitados –entre otras cosas– a participar u opinar sobre los nuevos contenidos de los libros de texto.
Un momento democrático donde prevalece un espíritu de revancha antes que de justicia.
Un momento democrático que se ha caracterizado por un Congreso que no acepta discutir, y menos negociar, las iniciativas del Presidente.
Un momento democrático donde al árbitro electoral se le acosa con plantones y amenazas de que o resuelve a favor de ciertos militantes del partido en el gobierno o los consejeros del INE serán buscados en sus casas.
Un momento democrático, en fin, en el que el Presidente de la República es el primero en no acatar la veda electoral un día sí, y al otro también. Vaya demócrata.