El Presidente parece haber perdido el rumbo de lo que pensaba que iba a ser su gobierno. Atorado por la realidad y por una dinámica en la que él solo se metió, su discurso no ha dado paso a las acciones en materia de gobierno, de tal manera que ha pasado a la parte punitiva: al castigo a los demás, a mostrar su poder, que en lugar de generar patrimonios públicos y políticas que ayuden al desarrollo y la igualdad, su poder está siendo orientado a castigar al contrario, al diferente. López Obrador lo único que ha refinado en estos años de gobierno es su sentido de la venganza, le ha sacado brillo a su rencor.
La persecución política en contra de Ricardo Anaya no es otra cosa a que la manifestación de su odio, su pasión por la ponzoña y la revancha, la demostración de poder más baja: el castigo ejemplar sobre el que ha osado desafiarlo en algún momento.
¿Qué mal hacía Anaya? Construir una candidatura con miras a la próxima elección presidencial. Ni siquiera era seguro que fuera el candidato ya no digamos de la oposición en su conjunto, de su propio partido.
El Presidente, al más puro estilo de Daniel Ortega en Nicaragua –López Obrador quisiera que lo compararan con Lincoln o con Mandela, pero lo que le queda es Daniel Ortega, Evo Morales, Abdalá Bukaram, alguno de los Kirchner–, ha decidido perseguir a sus opositores.
Hay que hacer notar que las malquerencias bien ganadas por Anaya en el pasado han vuelto a resurgir, pero lo que pasa ahora con él lo trasciende, se trata de una persecución como la que no teníamos noticia hace décadas.
López Obrador ha decidido hacer de Anaya un ejemplo para castigar a cualquier político ambicioso que no sea él; lo describe en su carrera con auténtico coraje: la ambición del joven Anaya, la consecución de sus objetivos políticos y hasta su sonada derrota son usadas por el Presidente como ejemplo de lo que no debe hacer la juventud.
Porque claro, para un puritano como él todo debe tener una enseñanza moral, y los jóvenes deben ser como el Presidente: un hombre bueno, conocedor, honesto, puro, con valores y alejado del consumo de bienes materiales, que repudia el dinero, que reniega del poder y que abraza a los desposeídos. A la mejor por eso vive en un palacio, porque no hay lugar que lo merezca.
En los sermones de esta semana el Presidente ha sido pródigo en su elogio del martirio y de la culpa. Anaya es culpable porque no supo, o creyó, que no habría consecuencias. Dios castiga y el Presidente también. Desde el púlpito presidencial López Obrador instaba a Anaya a que probara su inocencia –cuando se supone que es al revés el asunto: el gobierno debe probar que es culpable– y dijo que la cárcel “fortalece” al inocente que tiene un liderazgo, que no hay por qué huir porque quien nada debe, nada teme. Sin embargo, cercanos a él “tienen otros datos”: Marcelo Ebrard huyó a vivir a Francia y Napoleón Gómez Urrutia se exilió en Canadá. A la mejor no tienen madera de líderes.
En el libro El tirano, Shakespeare y la política (Ed. Alfabeto) Stephen Greenblatt menciona respecto de Ricardo III: "El tirano, curiosamente, no siente mucha satisfacción. Bien es cierto que ha alcanzado la posición a la que aspiraba, pero las artes que le han permitido hacerlo no son las mismas, ni mucho menos, que las que se requieren para gobernar con éxito. Cualquier placer que hubiera podido imaginar que obtendría da paso a la frustración, a la cólera y a un temor que lo reconcome".
Y en ésas estamos, contemplando la cólera y la frustración del Presidente.