Caminar es una de las acciones que más disfruto. Es un verbo que conlleva a otros consigo: meditar, contemplar, imaginar, resolver, llorar, tomar de la mano, gritar o reír.
También es una acción que nos permite evitar el sedentarismo de las ideas o del cuerpo, nos lleva a reuniones con las amistades y abre nuestro olfato a los perfumes de los árboles. Caminar, desplazarse, es fundamental porque nos permite reconocernos como iguales.
No hay ciudad sin personas y la métrica más importante es la posibilidad del encuentro entre ellas en la mayor cantidad de lugares posibles, plazoletas, camellones, fuentes y senderos.
Dicen que el indicador más socorrido en la administración de Sergio Fajardo, Alcalde de Medellín y Gobernador de Antioquia en Colombia, fue que las niñas y niños de tres años pudieran caminar al lado de sus abuelos por la ciudad, sin ningún obstáculo, sin miedo, con la facilidad que cada ser humano merece.
Al caminar puedes notar y describir con claridad para quién se construyen nuestras metrópolis. En el caso mexicano es claro que la prioridad la tiene quien posee, los influyentes, el señor dinero, el rey privilegio.
El centro de nuestras calles ha sido el automóvil del hombre acaudalado. Pareciera que este país que se construye para quien tiene los recursos, para quien vive en los barrios adecuados, quien tiene el género y la edad debida.
México se ha alejado de una colectividad de confianza, igualdad, solidaridad y libertad de forma lamentable. México se ha convertido en una sociedad volcada al privilegio, donde el más fuerte tiene las de ganar y quien se queda atrás se las verá por sí mismo, sin instituciones que velen para que nadie pueda estar por debajo de lo que una persona merece.
Esta cultura de privilegio ha caído como anillo al dedo a nuestro machismo, colonialismo, racismo y clasismo, pues refuerzan la narrativa de la superioridad de ciertos grupos y la negación de derechos para otros. Caminar, tristemente, es una acción que pocas personas pueden hacer hoy con tranquilidad.
En el día a día he escuchado o leído estos diálogos que refuerzan lo dicho: “¿No te gusta el estado de la unidad deportiva? Pues es tu culpa, por no tener el suficiente billete para ir a un club con instalaciones decentes.” “¿No te gusta el sistema de transporte público? Tú así lo decidiste, nadie te manda a no comprar una camioneta del año.”
“¿No te pareció la manera en que te trataron en el seguro social? Esto es lo que hay y con eso te conformas, nada de andar pidiendo peras al olmo.” “¿No puedes regresar a tu casa por la noche sola y sentirte segura? Deberías regresar temprano, sin hacer contacto visual con nadie, vestida como se debe, es más, deberías quedarte sin salir de casa, sin libertad.”
Así el país. Podríamos pensar que esta cultura del privilegio sólo afecta a los servicios y calles, pero la crisis va más allá y trastoca nuestras instituciones, interacciones, la vida diaria y nuestros cuerpos.
Basta recordar, con profunda indignación y tristeza, el feminicidio de Mara, las miles de personas desaparecidas y los muertos que ha dejado la guerra contra el narcotráfico, para constatar que nuestras ciudades se convierten diariamente en campos de muerte, acoso, misoginia y miedo.
En este contexto es importante ponernos una nueva meta nacional: que quien lo desee se pueda volver una persona caminante.
De esta manera acabar con el imperio del terror al que hoy se somete en las calles a los niños, las abuelas, las mujeres en general, los jóvenes, los grupos indígenas, los miembros de la comunidad de la diversidad, las personas con discapacidad y a quien no puede salir tranquilamente hoy. Sólo teniendo esa meta en claro haremos las reformas y cambios que necesita nuestro país, algunos en leyes y otros tantos en nuestro día a día.
El país es de quien puede caminar por él, por eso hoy se vuelve urgente acabar con la cultura del privilegio, para vivir en paz y dicha en sociedad.