"Y aquí sigues, donde la tierra se abre y la gente se junta"
«Juan Villoro»
Siete días de comprobar que si tiemblan las losas, el hierro y los rascacielos, también lo hacen la indiferencia, el miedo y los odios. Siete días de romper a llorar por quienes nunca hemos cruzado una mirada, porque aunque no lo sabíamos, en nuestros ojos siempre habrá lágrimas prestas al ver a alguien que sufre.
Pero no sólo lágrimas caben en estos cuerpos. También manos ensangrentadas que no paran de ayudar, también caben anhelos de vida para quien se encuentra sepultado y esperanza de reconstrucción. En este cuerpo hay miedos que se vencen cuando nos acompañamos, el orgullo de ser parte de esta nación; caben los días de reflexión que dejan el desastre, hay gratitud y amor.
Siete días de que una nueva generación conociera lo que hace 32 años se vivió como una refundación del país. Siete días de nunca bajar los brazos, para oír la tenue vida, para acercarnos a alguien que pide aliento o para levantar cajas de herramientas. Siete días de sentir un río que llena de vida por donde pasa, en caravanas, motocicletas, con rescatistas que arriesgan su vida todos los días.
Siete días de celebrar el instante. Aquí alguien es rescatado mientras allá otra persona pone los pocos centavos que le quedan a la orden de quien reconstruye. Aquí alguien da sus talentos profesionales mientras allá alguien más da de beber a un brigadista o a una víctima de esta tragedia.
En algún momento nos sentimos rebasadas, agotados por las emociones, por el polvo, por la incompetencia o la corrupción. En ese momento nos hemos ido a cuidarnos, a recogernos y a descansar, para salir mañana a dar más, a volver a mover las alcancías, a conseguir los medicamentos para quien sufre y para que no paren de llegar los guantes de nuestros héroes humanos y caninos.
No todos hemos estado a la altura. Por eso, también se han convertido en siete días de prometernos que no olvidaremos a quienes murieron sin un homenaje, quienes dejan a familias sin su soporte, mantendremos viva la memoria de las mujeres trabajadoras de la maquila que murieron por la impunidad y de cualquier otro que muestra la corrupción con la que operan las delegaciones, las inmobiliarias, la política y todo criminal en este país. No vamos a olvidar ni dejaremos de denunciar a quienes cambiaron unos centavos por años de vidas sin el menor reparo. Hoy en especial, a tres años de ausencia de justicia con los estudiantes, las madres y padres de la Normal de Ayotzinapa es que es preciso ejercitar la memoria como país. No me queda duda de que aquí se juega el futuro.
Pero también ha sido tiempo de aprender. Durante este trayecto la solidaridad del mundo nos hace recordar que no somos tan distintos después de todo. Que tenemos lazos de hermandad con países lejanos, pero siempre prestos a ayudarnos. Con estos países aprendimos que en Sumatra una vida duele como en Fukuoka, Puerto Príncipe o Juchitán.
Se ha llenado de calor el corazón con la ayuda que vino desde donde no esperábamos. Vimos cómo esas amistades que se habían encerrado en su casa salieron al encuentro; fuimos testigos que quien tenía miedo buscó en las calles a alguien más para ser una multitud activa; y no fueron pocos los testimonios de quien había perdido la fe en el país, sus jóvenes o su humanidad y se confesó sorprendido por los millones de gestos que jamás creyó posibles.
Siete días de llenar de nuevo nuestra admiración por quien vive a nuestro lado. Siete días de no poder de dejar de pronunciar “gracias, qué orgullo, quédate a mi lado, México”. Siete días que, anhelo, se conviertan en una muestra de lo que podemos hacer cuando el corazón se vuelve el centro de nuestra brújula.