La idea es sugerente: un conjunto de partidos y liderazgos se unen para conformar una mayoría electoral y, posteriormente, una mayoría que sostenga a un gobierno no partidista, plural y altamente competente, bajo el adhesivo explícito de evitar que el PRI siga en el poder y la intención –no explícita– de evitar la restauración del estatismo populista que significaría López Obrador.
Una suerte de segunda transición para superar los agotamientos del pluralismo competitivo que se instaló con la primera transición y que se frustró en las dos alternancias.
Los argumentos para sostener la pertinencia del frente opositor son, en realidad, bondades del sistema de segunda vuelta electoral: un mecanismo para reducir las opciones electorales y agregar mayorías; incentivos para rebajar el tono de confrontación; la posibilidad de institucionalizar acuerdos electorales en un horizonte de mediano plazo; el ingrediente de pacificación que supone que nadie se juegue la vida en un solo volado.
El frente opositor es, en plata, una primera vuelta “política” para crear un contrincante que amalgame, electoral y programáticamente, a un conjunto de opciones que hasta ahora compiten cada uno por su lado.
Todo esto, valga la anécdota, se habría logrado si la mesa rectora del “Pacto por México” no hubiere abandonado la estrategia quid pro quo de la segunda vuelta por la reforma energética. Pero, como dicen por ahí, el hubiera no existe.
Si bien la propuesta suena a la gran solución que requiere el país para tener gobiernos estables y eficaces, para sacudir al sistema de partidos y concretar una agenda de gobierno de largo aliento, le preceden algunas ingenuidades y la estresan ciertos inconvenientes. Y creo que para superarlos no basta con la demanda de generosidad por parte de los involucrados.
La sumatoria de porciones no es lineal. En la matemática de las elecciones, 23 más 7 más 4.5 más 5 no necesariamente suman “casi 40”. Los votos no se trasvasan automáticamente por la firma de un convenio de coalición electoral.
Las preferencias de los electores cambian de un instante a otro. Los candidatos, sus aciertos y errores, sus campañas y ofertas, importan (y cada día más, en el contexto comunicacional de las redes sociales). La proporción de “voto leal” (duro) que pudiera responder a una definición de partido es cada vez más pequeña y va en tendencia a la baja.
Ese voto duro, por lo general altamente activo, goza de memoria: tiene claras las tensiones ideológicas y políticas entre las opciones coaligadas; sopesa qué renuncias o anuencias supone formarse atrás de un adversario y, en muchos casos, no necesariamente se mantiene firme a la nueva preferencia de transferencia. Las razones estratégicas del “voto volátil” (“switcher”) son más complejas que la coincidencia “anti” (véase el Estado de México).
Así pues, que el frente opositor garantice un piso de esa magnitud es una afirmación que sólo se sostiene si se aíslan todas las demás variables, sobre todo las contingentes, esas cosas que llevan a la victoria o conducen al desastre. La suma de bloques es una bonita ingenuidad para dar potencia al relato, pero hasta ahí.
Y los dos inconvenientes cruciales: programa y candidato. Si algo debemos aprender de las recientes elecciones en el mundo, de Trump a Macron, es que el candidato y la narrativa que teje, marcan la diferencia.
Una agenda descafeinada, repleta de fórmulas de compromiso o de indeterminaciones convenientes, es altamente probable que termine derrotada por una opción que sí se defina ante un electorado más homogéneo. Trump y Macron tienen en común que no fueron candidatos “cacha todo”.
El primero le habló a la clase media blanca trabajadora: a los perdedores de la globalización manufacturera y a los causahabientes de la crisis financiera. El segundo fue a la modesta conquista de los europeístas jóvenes y liberales, por la generación Erasmus: el francés urbano y multicultural. Ambos ganaron porque se definieron en algo, lo defendieron con pasión y estrategia, porque no tuvieron rubores (para mal y para bien) en defender sus posiciones.
El PRI y Morena pueden ser más eficaces en conservar a su minoritaria fracción del electorado. El frente opositor, por el contrario, corre el riesgo de morir defendiendo una narrativa de vaguedades, con un candidato que no signifique nada para propios y extraños.
Cuando se frustró la segunda vuelta, algunos pensamos en la alternativa: competir por separado y gobernar en coalición. Una salida mucho menos fastuosa que la reedición de los “Acuerdos de San Ángel”, pero quizá más funcional.
Competir pensando que necesitaremos a otros para gobernar: incentivos a cuidar el tono de la confrontación y a hacer valer las coincidencias en las agendas. El frente ya está en la Constitución y sin tanta alharaca. Se llama gobierno de coalición.