Andrés Manuel López Obrador prometió un cambio de estrategia para combatir la inseguridad. De cara al último tercio de su mandato, en esa asignatura el Presidente se encuentra en una encrucijada.
Mientras el número de homicidios parece haberse controlado, dando por ello aliento a la idea de que los esfuerzos gubernamentales tienen frutos, otros actores denuncian que el cobro de cuota y la desaparición de personas van al alza.
En todo caso, el número de homicidios sigue siendo demasiado alto y la recurrencia de matanzas –la semana pasada jovencitos masacrados en Salamanca, Guanajuato, y siete víctimas mortales en Aquismón, San Luis Potosí– recuerdan a los mexicanos que la violencia está muy lejos de ser contenida.
Se le puede conceder al gobierno que un sexenio es poco tiempo para esperar una realidad distinta.
La debilidad de policías y fiscalías locales y federales, por un lado; la corrupción que penetró al sistema en diferentes niveles de la procuración de justicia, por otro, y condiciones de marginación que hacen de los jóvenes y de no tan jóvenes presa fácil de grupos criminales, es una fatídica combinación que arrastramos desde hace décadas, y esperar un cambio total en seis años es una tonta ilusión.
Pero esa fue la oferta que hizo el eterno candidato que hasta 2018 fue AMLO y le está llegando la hora de rendir cuentas. Encima, enfrenta un reto extra y de no sencilla solución: tanto por algunas de sus acciones y de sus reacciones ante crímenes y criminales, como porque así conviene a sus opositores, desde hace semanas se ha instalado una discusión con voces que cuestionan si no tenemos un Presidente que decidió ser cómplice, así sea por omisión, de los criminales. Nadie, salvo los delincuentes y republicanos enemigos de México, ganan con esa polémica.
¿Cómo se metió el Presidente en ese vericueto?
No tenemos información consolidada de que los jóvenes se hayan alejado de las filas criminales gracias a los apoyos de AMLO. Ojalá así sea, pero en el mejor de los escenarios el gobierno apenas estaría sembrando condiciones sociales que tomarían mucho tiempo para madurar.
Lo que sí sabemos es que de alguna forma López Obrador decidió que enarbolaría un discurso cuasi religioso –abrazos, no balazos– dirigido a las capas cuyos miembros pueden ser más susceptibles de captura por parte de los cárteles. Algo así como que las familias de los que delinquen sepan que en el Presidente tendrán a un actor empático con su compleja realidad.
Quizá por exceso de confianza en su famosa capacidad discursiva no advirtió que ese discurso puede ser interpretado también como tolerancia con los que violan la ley e indolencia con las víctimas de esos actos criminales. Más con esa manera casi tozuda de defender su enfoque al punto de no condenar un retén ilegal en Sinaloa o apresurarse a defender la huida, que pudo ser táctica, de patrullas militares en Michoacán, como un hecho que se realizó para cuidar a los delincuentes. Nadie quiere un baño de sangre, pero debió explicarlo mejor.
Gobernantes de todo el mundo usan el silencio para ganar tiempo a la hora de enfrentar crisis. AMLO hace todo lo contrario. Sobre la violencia quizá debería pensar más antes de hablar diario.
El gobierno sí ha logrado que la letalidad de las fuerzas federales haya disminuido. Este logro en derechos humanos será poco valorado por una sociedad atemorizada por la extorsión, harta de decenas de asesinatos diarios y de las no tan infrecuentes masacres, y ahora con una Presidencia que podría padecer el lastre del estigma del narco.
Que la letalidad de fuerzas federales caiga será poco valorado por una sociedad con miedo