Nadie –nadie– imaginó que la peor herencia de López Obrador sería la crisis moral que corroe a México. Desde luego no es una crisis moral en sentido religioso, sino laico y universal.
Como lo planteó alguna vez David Brooks en The New York Times, las naciones y las personas tienen una esencia moral. Palabras más palabras menos, dice Brooks que “el alma es donde están nuestros anhelos morales, las emociones que nos hacen sentir admiración ante la generosidad y repugnancia ante la crueldad”.
A nuestro Presidente no le repugna la crueldad. Su gobierno ha dañado el alma de México. El tejido social del país está carcomido por el avance del quehacer criminal.
Ni el narco, ni las extorsiones ni los asesinatos y desapariciones se inventaron con López Obrador, pero su avance ha sido tan grande y la indiferencia del Presidente es tan pasmosa, que estamos perdiendo el país.
La soberanía no la perdemos ante Estados Unidos, sino ante los cárteles del narcotráfico y la extorsión. Difícilmente encontraremos una colonia, o una manzana, donde no haya alguien que tenga un primo, un conocido, un novio, que no esté involucrado con grupos criminales o sea víctima de ellos.
Hay un gobierno paralelo, subterráneo, que actúa y manda al margen de las instituciones. ¿Quieres trabajar tranquilo en tu zapatería? Paga.
¿Quieres que tu restaurante siga funcionando sin que haya violencia? Paga.
¿Quieres que los trabajadores de tu fábrica o negocio regresen bien a sus casas? Paga.
¿No quieres que a tus hijos los recluten bandas de sicarios, vendedores de drogas o extorsionadores? Que se vayan del país.
Es la sociedad misma la que está en proceso de descomposición. No es el atávico problema de corrupción en las élites, que se corrige con sistemas de fiscalización transparente y rendición de cuentas.
Por eso la elección presidencial del próximo año va mucho más allá del petróleo sí o el petróleo no, o un aeropuerto aquí o una refinería.
Los comicios de junio próximo serán la batalla por el alma de la nación. Estamos perdiendo a México. O se le rescata, o no hay reversa.
Ahora los dos grandes cárteles están enfrentados, pero si llegaran a aliarse para combatir al Estado, las instituciones de la República no tienen la capacidad para someterlos.
La Guardia Nacional está en tareas de control de la inmigración y el Ejército distraído en funciones ajenas a la defensa de la integridad territorial, de la soberanía y de la protección de la población.
En el caso del narco y su avance, las Fuerzas Armadas actúan como cuerpo de reacción a través de bomberazos sobre hechos consumados. Masacre en Jalisco, van tantos soldados a Jalisco. Matanza en Guanajuato, van soldados a Guanajuato. Atentados criminales en Tamaulipas, para allá van tropas.
La ausencia de estrategia es producto de la indiferencia presidencial. Y la consecuencia es que el poder fáctico de los grupos criminales puede superar al poder del Estado.
La estrategia de “abrazos, no balazos”, resultó demagogia y complicidad. El gobierno reparte culpas para zafarse de la discusión, porque el tema le tiene sin cuidado.
Puros pretextos, porque tuvieron tres años con mayoría calificada en el Congreso para realizar cambios constitucionales. Ahora tienen mayoría absoluta para aprobar leyes.
No hay respuestas a lo que se perfila como la derrota de México. Las Fuerzas Armadas eran un recurso de emergencia para someter a organizaciones criminales que rebasaron los límites de la seguridad pública en algunos estados.
Después de 17 años en esa tarea se encuentran divididas, desnaturalizadas. Haberlas tenido tantos años en una función que debió ser provisional, las convirtió en parte del problema.
¿Cómo sacarlas de tareas temporales que se convirtieron en permanentes, y de los negocios que descomponen la integridad de los mandos de los institutos armados?
López Obrador tuvo todo el respaldo ciudadano para crear –o fortalecer– una corporación civil ampliamente dotada de presupuesto, armamento, bien capacitada, con solvencia para garantizar, en un plazo razonable, la vida normal de la población.
Su indolencia al dolor social echó por las borda esa oportunidad que tuvo para capitalizar en bien del país el respaldo popular. Casi todo México estaba con él.
Hasta la mayoría de la Conferencia Episcopal estuvo con AMLO en las pasadas elecciones presidenciales, y hoy se arrepienten de haberlo respaldado. Cámaras empresariales, obispos y sacerdotes se equivocaron al darle un voto de confianza a Barrabás.
El cuerpo social está dañado. A pocos les importan las noticias de grupos criminales que tienen el control de poblados, ciudades, carreteras, tramos de la frontera, tráfico de personas, cuerpos de seres humanos descuartizados en la vía pública.
López Obrador reprocha que se hable y se exhiba lo que ocurre. Ha sido un Presidente al que le resbala la crueldad. Su indiferencia permeó a la comunidad nacional. El viernes recibió en Palacio a la dirigente de las abuelas buscadoras de desaparecidos por las dictaduras en Argentina.
Fue un acto de falsedad, para la foto. Esa imagen lo retrata. Se niega a recibir a madres de desaparecidos en México, que si bien no hallarán en él la solución a su dolor, necesitan que su Presidente les dé la mano, las escuche, comparta con ellas su aflicción.
No hay generosidad en el portador de la banda tricolor. Criminales tienen un poder que lo ejercen sin restricciones presupuestales para comprar armamento, no tienen freno para usarlo contra quienes sea, ni limitantes ético-protocolarias para emboscar a las fuerzas del Estado.
Tienen a su favor, además, que un político indiferente nos gobierna y quiere seguir mandando. Lo que está de por medio es la sobrevivencia del alma de la nación.