El presidente Andrés Manuel López Obrador ha tomado varias decisiones en los últimos días que afectarán a millones de mexicanos. Unas son públicas y otras son prácticamente secretas. La primera es que pese a la ferocidad del virus Delta y a la tercera ola de la pandemia de Covid-19, la economía la va a mantener abierta. La segunda, ventilada abiertamente, es su determinación de que el 9 de agosto se regrese a clases presenciales. La tercera es que, ante el desgaste del subsecretario Hugo López-Gatell, el staff de la Presidencia irá a su rescate para redefinir la estrategia y el mensaje. Y la cuarta, toda la información sobre la ocupación hospitalaria y el número de muertes en la tercera ola se mantendrá en secreto.
El paquete de decisiones refleja la creciente preocupación que existe dentro de Palacio Nacional por la forma como la tercera ola de la pandemia está pegando en México. El Presidente soslayó las advertencias que le hizo el propio López-Gatell sobre la forma como la variante Delta representaba el 29% de los contagios hace un mes, e ignoró lo que le informaba. Caído de la gracia presidencial, López Obrador optó por no escucharlo en lugar de cesarlo, que puede ser interpretado como un nuevo error presidencial, con el solo propósito de cuidar su narrativa donde la equivocación es una palabra que no existe en su vocabulario.
Hace una semana se publicó en este espacio que el gobierno no tenía estrategia para enfrentar la tercera ola de Covid-19, y que López-Gatell carecía de ideas para contenerla. Hoy siguen igual, aunque por el avance de la enfermedad, están peor. La brújula en Palacio Nacional está extraviada, y el Presidente reaccionó ante el incremento de críticas contra el subsecretario de la manera más extraña y equivocada posible.
Al reconocer internamente que el zar del coronavirus había sido rebasado, en lugar de cercarlo y remplazarlo con quien tuviera la capacidad para contener al Covid y rediseñar la estrategia, optó por disfrazar la incompetencia del subsecretario y pedir a su equipo, con el vocero Jesús Ramírez Cuevas a la cabeza, que buscara a académicos simpatizantes de López Obrador para rediseñar el mensaje y la narrativa. Pero de estrategia, nada.
Conforme la enfermedad va haciendo estragos en el país, la inquietud se ha incrementado y extendido, aunque, según ha trascendido, no ha llegado al nivel de desesperación. Se puede argumentar que, en parte, como se aprecia en las decisiones tomadas, hay una marcada desconexión entre lo que sucede y la forma como piensan que hay que atajar y atacar la enfermedad. La falta de voces independientes o de una discusión más amplia sobre las medidas a tomar, que ha sido característico de este gobierno no sólo en el caso del coronavirus, es uno de los factores perniciosos a los que lleva un proceso de toma de decisión cerrado.
El Presidente no lo ve así. Quizá por ello, en busca no de qué hacer, sino de quién pagaría por el colapso de toda su maquinaria para contener la pandemia, López Obrador trató de recriminar la semana pasada al secretario de Salud, Jorge Alcocer, por la falta de resultados. Alcocer, sin embargo, le recordó que había sido él, López Obrador, quien le ordenó que no se metiera en el tema de la pandemia, y que dejara todo el manejo y la estrategia a López-Gatell. Es decir, a quien tenía que recriminar era al subsecretario que empoderó a niveles no vistos dentro de su gobierno, en función de sus patéticos resultados, y asumir la responsabilidad final de ello –no lo dijo así de ninguna manera Alcocer– a quien lo nombró y le confió el manejo del coronavirus durante más de un año y medio.
López-Gatell ha sido un desastre como zar del coronavirus. Se equivocó en la estrategia, sus proyecciones fueron equivocadas, manipuló el semáforo epidemiológico con fines políticos, sus recomendaciones sanitarias fueron a contrasentido de lo que sucedía en el mundo y sus fugas siempre fueron hacia delante, politizando el Covid-19 y tejiendo conspiraciones contra él y el Presidente. Un auténtico charlatán cuyo número de muertes oficiales previstas es cuatro veces más de las que había dicho serían en el peor escenario, pese a haber escondido otros miles de decesos. La semana pasada, el INEGI dio a conocer el exceso de mortalidad del año pasado, directa o indirectamente por el coronavirus, que casi duplica la cifra oficial de fallecimientos.
Ese informe del INEGI, dijo un funcionario, le molestó a López Obrador, y tuvo consecuencias. El Presidente decidió cerrar toda la información sobre decesos y hospitalizaciones, y los datos serán reportados de ahora en adelante por López-Gatell únicamente a él. El hermetismo con el que quieren manejar la información de decesos fue explicado como un intento para evitar alarma entre la población, pero lo que en realidad sucederá es el ocultamiento de la realidad de la pandemia en su tercera ola.
Qué es lo que hará el Presidente con la información que le dé el subsecretario es una incógnita, aunque si nos atenemos a lo conocido, lo que podríamos ver es el maquillaje con cifras edulcoradas para el consumo de la opinión pública. Otra opción es que se vaya dosificando, no censurando propiamente la información, por la inevitabilidad de que la cifra podría ocultarse días, quizás semanas, pero no meses, cuando se comparen las cifras oficiales con las actas de defunción, que es la forma como toda la farsa de López-Gatell con los números se fue cayendo el año pasado.
El panorama del manejo de la tercera ola del coronavirus en Palacio Nacional no da márgenes para la esperanza ni expectativas de ajuste y mejoría en la estrategia. Hay que insistir al Presidente, por un lado, que con la vida no se juega, y por el otro, a la sociedad, que utilice su sentido común para cuidar su vida, porque el gobierno no lo hará.