De siempre, nuestra clase política ha visto en la renuncia no un acto de dignidad, de decoro personal y hasta de arrojo, en algunos casos. La ha visto más bien como un fracaso, una obligación del enemigo o una jugada de sacrificio en la que el que menos tiene que ver es el dimitente. Eso en el caso de alguna apuesta fallida por arriesgada, una jugada que salió mal.
Para los presidentes, las renuncias de sus colaboradores por fallas en su gestión son casi imposibles, las ven como una derrota ante los medios, ante los adversarios. "No les voy a dar la cabeza" de fulano, dicen, aunque el fulano, a partir de ese día, prácticamente camine sin cabeza. Por eso son extraños los gestos –casi arranques– de dignidad de algunos para dejar algún puesto.
Cuando se trata de algún accidente, una tragedia que normalmente acarrea la pérdida de vidas humanas, la renuncia llega forzada por el titular, ya que se la pide la opinión pública y ya “no aguanta la presión”, entonces la renuncia de algún responsable del percance sirve de válvula de escape, una suerte de pequeño tanque de oxígeno para ir saliendo del problema.
Esta concepción de la renuncia por parte de nuestros políticos se convierte en un problema para nuestra vida pública, pues no deja margen a salidas de alguna ética personal. La ciudadanía piensa que lo que le importa a los funcionarios es mantener el puesto, no perder el trabajo; y los funcionarios piensan en no ceder nada ante los enemigos para no mostrar fisuras o dar señales de debilitamiento. La rendición de cuentas ante la población se limita entonces a patear el bote hacia adelante para que nadie se haga responsable y el tiempo tire sobre los sucesos una cubetada de olvido.
En algún momento tiene que llegar algún elemental sentido de responsabilidad pública por las muertes de la tragedia del lunes. Las renuncias no solucionan la pérdida de las vidas humanas, ni siquiera aminoran la dimensión de la desgracia, pero es –aparte de investigaciones y otras cuestiones de índole técnica– casi el único gesto humano que le queda a la autoridad frente a sus gobernados. La renuncia –y no estoy refiriéndome ni sugiriendo la de Sheinbaum– es una manera de mostrar solidaridad y empatía: un acto público de disculpa.
En ésas estamos con la tragedia del Metro en la CDMX. Es inevitable pedir responsabilidad a un grupo político que lleva tres décadas tomando todas las decisiones en la capital del país. A veces van juntos, a veces están peleados, pero son los mismos y el poder los reúne. Lo mismo está Mario Delgado con Marcelo que con Mancera o con López Obrador –que se ocupa a conveniencia de desconocer a unos y a otros–. Nada hay de extraño en que se les pidan cuentas de las cosas que han hecho unos y tapado otros. Son décadas de tapaderas, de acomodos entre ellos, hasta que llegaron a la Presidencia y siguen con la capital. El problema es que les está explotando en las manos todo lo que hicieron mal –ellos mismos– en el pasado.
La austeridad llevada al grado de parálisis se ha convertido en una política criminal del gobierno federal y el capitalino. Tienen que responder por eso. Y no se trata de politizar una tragedia, sino simplemente de tratar de impedir que la política de este gobierno siga siendo pura tragedia.