Después de más de un mes de haberse publicado la casa gris donde vivió en Houston su hijo José Ramón, el presidente Andrés Manuel López Obrador no sale de la crisis emocional que le produjo el escándalo. En todas estas semanas, su humor ha estado tan irritable, frecuentemente explosivo, que están sucediendo dos cosas en Palacio Nacional. Por un lado, para evitar que se enoje más, le están dosificando la información. Y por el otro, en muchos sentidos ha dejado de gobernar.
Temas de alta relevancia para el discurso contra la corrupción los dejó en el aire durante semanas, al no recibir al fiscal general, Alejandro Gertz Manero, quien quería informarle del estatus del caso de Emilio Lozoya. Finalmente, hace unos días, el fiscal le pudo informar que el caso había colapsado, y que no había podido aportar pruebas de sus imputados, que respaldaran sus dichos. El Presidente le pidió que mantuviera la investigación de Anaya, que quiere sea uno de los temas de la campaña presidencial en 2024, aparentemente sin escuchar lo que le acababa de decir Gertz Manero: el caso de Lozoya se cayó, por lo que, por los delitos que persiguen al excandidato del PAN, no podrían encarcelarlo. Para mantener sus deseos, se tendrían que inventar otras acusaciones.
También sufrió el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, que a veces parece alma en pena deambulando con carpetas de documentos por los pasillos de Palacio Nacional porque no lo recibe el Presidente, al comentarle sobre las investigaciones unilaterales que está haciendo el gobierno de Estados Unidos a través de sus servicios de inteligencia en México, sobre la penetración de los cárteles de la droga en el negocio de los aguacates, que tuvo como respuesta un reclamo del porqué le llevaba los temas cuando ya era muy tarde para resolverlos antes de estallar. Ebrard le dijo que varias tarjetas, explicando el problema y detallando el proceso, se las envió a su oficina en Palacio Nacional.
Nunca vio esas tarjetas, o nunca las leyó. Su cabeza ha estado enfocada en la casa gris y todo lo que está haciendo cruza por ella. Eso fue lo que pasó cuando decretó en “pausa” las relaciones con España, lo que se ha quedado en una mera ocurrencia donde el único perjudicado fue el Presidente. Eso también es lo que sucedió cuando en uno de esos días de furia sin control respondió a un mensaje en Twitter del secretario de Estado, Antony Blinken, sobre los crímenes de periodistas en México, acusando al gobierno de Estados Unidos de injerencista y exigiéndole que mejor le informe por qué están financiando a organizaciones que se oponen a su proyecto.
La contrarréplica tuvo una declaración de la Casa Blanca para decirle a López Obrador que Blinken no había estado desinformado, como dijo, sino que escribió su mensaje sobre hechos objetivos, y en privado le mandaron decir, a través de la Cancillería mexicana, que, si seguía insistiendo sobre el tema, iban a responder públicamente, pero no en los en términos que esperaba. El ataque a Blinken, que mantuvo López Obrador hasta en tono de mofa durante dos días consecutivos, fue una ocurrencia del Presidente, y el resto de sus colaboradores se enteró al mismo tiempo de quienes lo vieron hablar en una mañanera.
Si lo de Blinken reflejó su molestia por la forma como siguen exhibiendo a su gobierno las investigaciones de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, la “pausa” con los españoles fue un distractor de la casa gris. Otro distractor, a los ojos de López Obrador, fue la declaración del ministro presidente de la Suprema Corte, Arturo Zaldívar, quien provocó una polémica al confesar 13 años después de sucedido, que había recibido presiones por parte de Margarita Zavala, esposa del expresidente Felipe Calderón, por el caso de la guardería ABC de Hermosillo. No habían platicado lo que haría el ministro, según se entiende, pero López Obrador le agradeció su ayuda. Zaldívar quedó bien con él, pero siguió castigando su imagen, porque de servil y zalamero no lo bajaron en medios y redes sociales.
Dejar de gobernar, al dedicar todo su tiempo productivo esencial a buscar una estrategia eficaz para atajar, neutralizar y hacer olvidar la casa gris –el tema ha seguido creciendo, de manera más silenciosa, en Estados Unidos– ha tenido ganadores y perdedores dentro de su equipo, en el contexto de la sucesión presidencial. La principal perdedora en estos tiempos ha sido la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, que ha recibido un par de reveses recientes en la cara.
El primero fue que el gobierno federal no salió a apoyarla ante las fuertes críticas por haber utilizado sin ética la ivermectina como tratamiento contra el Covid-19, que está siendo todavía cuestionado en Estados Unidos y el Reino Unido. El otro es un descolón al acudir a Palacio Nacional, como siempre lo hace, para ver al Presidente e informarlo de lo avanzado que iba la reparación de daños en la Línea 12 del Metro. El Presidente le mandó decir el porqué no la recibió, subrayándole que ése era su trabajo, y que no le quitara el tiempo con esas cosas. El frío que sintió Sheinbaum fue acompañado de su queja con los asesores presidenciales, de que se siente desprotegida por López Obrador.
Hay señales que percibe Sheinbaum que no son fáciles de observar afuera de Palacio Nacional, salvo por el contraste. Lo más notorio es lo que está sucediendo con el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, y su creciente acumulación de poder. Es el enlace real con el gabinete, con el fiscal, con los gobernadores, con el presidente de la Corte, con los líderes del Congreso y el Senado, con todos. Actúa como director de orquesta, con algunas iniciativas que le ha aplaudido el Presidente, que le ha delegado todas las actividades reales de gobierno, mientras él sigue luchando contra los demonios de la casa gris.
Y por otro lado, en muchos sentidos, Andrés Manuel López Obrador ha dejado de gobernar