En 20 de los 21 diarios de información en la Ciudad de México, el resultado de la auditoría que mandó a hacer la petrolera Baker Hughes, que concluyó que no hubo conflicto de interés en el arrendamiento de una casa en Houston, propiedad de un ejecutivo de la empresa, donde vivió el hijo del presidente Andrés Manuel López Obrador, fue enterrado en las páginas interiores. Sólo La Jornada, que es un periódico orgánico de Palacio Nacional, publicó esa información con un llamado discreto en su primera plana. Para ser la crisis más profunda que ha tenido el Presidente en su sexenio, ventilada ampliamente en los periódicos y profusamente en sus columnas de opinión, parece un error de jerarquización. O quizá no es así.
El tema que despertó pasiones encendidas del lado de la Presidencia y de la prensa debería haber terminado, por cuanto el fondo de la discusión, al saber si existió un conflicto de interés, pero no se detuvo. El debate continuó en los espacios de opinión, donde ayer hubo descalificaciones a la auditoría solicitada por Baker Hughes, insinuando que era ilegítima porque la hizo una parte involucrada. Ese análisis es incorrecto por varias razones. Una de ellas es que la auditoría no la hizo in-house la empresa directamente, sino contrató un reputado despacho de abogados en Houston, R. McConnel Group, que entre sus especialidades está el cumplimiento corporativo de normas éticas (compliance). Sus investigadores realizaron exámenes forenses y revisaron archivos y correos electrónicos de la computadora de Keith Schilling, el exejecutivo que rentó su casa a la esposa de José Ramón López Beltrán, antes de concluir:
1.- Schilling no tuvo responsabilidad ni estuvo involucrado en ningún trabajo de Baker Hughes en México, incluidos los negocios con Pemex.
2.- La compañía Baker Hughes no tuvo conocimiento de la operación de arrendamiento.
3.- La renta se hizo después de que Schilling fuera enviado en comisión a Canadá.
4.- No se encontró ninguna implicación con el hijo del Presidente, ni comportamiento o conducta inapropiada por parte de Baker Hughes en la operación de arrendamiento.
La percepción de conflicto de interés debería haber quedado sellada con esta investigación. No fue así, incurriéndose en otro error en el análisis: homologar las acciones que se llevan a cabo en Estados Unidos para cumplir con las normas éticas con las muchas que, observadas objetiva y subjetivamente, se realizan en México. Lamentablemente no somos iguales. En México hay quienes se salen con la suya violando leyes o incurriendo en faltas éticas. En Estados Unidos, individuos y empresas saben que si cometen un delito pueden ser descubiertos y pagar con multas y cárcel sus ilegalidades.
Baker Hughes es una empresa pública que cotiza en la bolsa de valores Nasdaq en Nueva York. El 30% de sus acciones está en manos del conglomerado General Electric, que hasta hace unos años era dueño total de la empresa, y el resto en miles de accionistas en todo el mundo. La petrolera, cuyo cuartel general está en Houston, está obligada a decir la verdad porque sus problemas no sólo serían con los accionistas –un grupo de ellos pidió explicaciones a propósito de la casa gris–, sino con la Comisión de Valores y Cambios, la SEC, por su acrónimo en inglés, y con la justicia en Estados Unidos.
El cumplimiento de las normas éticas (compliance) se ha vuelto un instrumento de gobierno corporativo fundamental desde principios de este siglo, cuando los escándalos de corrupción en el conglomerado industrial Enron, en el gigante de telecomunicaciones WorldCom y en la multinacional Tyco International, con una gran diversidad industrial, dieron pie en 2002 al Acta Sarbanes-Oxley, llamada así por sus patrocinadores, el senador Paul Sarbanes y el diputado Michael Oxley, considerada como la reforma a las prácticas de negocios más importante en Estados Unidos desde la época del gobierno del presidente Franklin Delano Roosevelt en los años 30; fue firmada por el entonces presidente George W. Bush en 2002. La ley busca la protección de los accionistas, los empleados y el público en general de malas prácticas, con provisiones que vigilan los conflictos de interés, castigando la opacidad, exigiendo la transparencia y obligando a que las empresas tengan auditores externos.
La reacción que hubo a la auditoría realizada en Baker Hughes nos desnuda que la polémica en México está alimentada por el desacuerdo político y la polarización, por encima de la legalidad. Los conflictos de interés no llevan en automático a un delito, pero es una percepción que tiene que ser resuelta mediante una investigación. López Obrador no supo manejar la crisis y pedir a la Secretaría de la Función Pública que tomara ese asunto en sus manos y realizara lo que el despacho R. McConnel hizo.
La estrategia diseñada en Palacio Nacional de utilizar a La Jornada como la avanzada del Presidente en la guerra mediática para desacreditar a periodistas y medios, sólo generó más polarización y llevó a que dos campos antagónicos se enfrentaran a partir de actos de fe, creer ciegamente en la existencia de un conflicto de interés o creer ciegamente en la inexistencia de él, sin dejar que una investigación oficial lo determinara.
Ésta es hoy la dialéctica de la vida pública mexicana. Ya se dio el choque de trenes que se previó en este espacio el 10 de febrero, cuando todavía se planteaba una alternativa distinta si se modificaba la actitud general. No sucedió, como hemos visto. El Presidente endureció su discurso para deslegitimar cualquier crítica e investigación periodística, y en la otra trinchera elevaron el tono de la confrontación, desafiando no sólo a López Obrador, sino a la investidura presidencial. Es cierto que el primero la degradó, pero los segundos la han mancillado.
La casa gris, desde el punto de vista legal, es un caso cerrado, pero en el ring de la arena pública, fue un round más. Las dos trincheras arden y no parará la confrontación, quizás, hasta el final del sexenio.