Una democracia sin demócratas, intervenida y desamparada, vacía, es el regalo de la clase política a la ciudadanía, a la cual exhorta a ejercer su derecho al voto inútil. Una democracia sin demócratas ni partidos, intervenida y desamparada por dirigentes y candidatos, así como por autoridades gubernamentales, judiciales y electorales es el obsequio de la clase política a la ciudadanía, a la cual exhortan a no dejar de ejercer su derecho al voto inútil.
De ese tamaño es el monumento a la democracia vacía que construye con denuedo siniestro la élite política.
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En la lucha descarnada por el poder, protagonizada por aquel elenco, se han perdido el sentido, los roles, los referentes e, incluso, la mesura y el pudor.
Cual más, cual menos de los personajes involucrados debida e indebidamente en el proceso electoral han hecho de la contienda una trifulca que rebasa el límite marcado por la propia democracia, el Estado de derecho e, incluso, la prudencia. En esa condición, las diferencias sujetas a resolución civilizada en las urnas sólo se profundizarán más.
Aun siendo las elecciones más grandes e importantes, el carácter y contenido de la campaña hacen difícil pensar en el paso de la sana incertidumbre a la imprescindible certeza política. Sin ésta y en el marco de un Estado de derecho lastimado, la recuperación económica puede quedar en vilo, complicando aún más la circunstancia nacional. Con que zafiedad se conduce la clase política.
En nombre de la democracia, unos y otros protestan selectivamente del intervencionismo que afecta a su respectivo interés o ambición, pero no se quejan mucho de las intrusiones que en verdad la ponen en peligro. Los polos se juntan.
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La oposición reclama la injerencia presidencial en el concurso y el mandatario o sus jilgueros la gubernamental de Estados Unidos en favor de la oposición. La una se truena los dedos y el otro –por favor– le truena los dedos al coloso del norte.
Sin embargo, ni la una ni el otro como tampoco los consejeros y jueces electorales repudian de igual modo la intromisión del crimen que elimina a quienes no quiere ver en la boleta. Bárbara intervención de la cual sólo se sabe a cuántos candidatos el crimen ha arrebatado la vida, pero no a cuántos se la ha perdonado por retirarse o, peor aún, por doblegarse y responder, encubrir o compartir sus intereses.
A la clase política le preocupa y ocupa la intervención política, pero no la criminal. Incluso, algunos partidos han postulado candidatos bajo sospecha de ser auténticos criminales. Ahí está San Luis Potosí. ¿Por qué quejarse de un tipo de intervención y tolerar otro?
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Asimismo, cuando la oposición lleva fuera su reclamo por cuanto ocurre dentro y el mandatario celebra que aquella acuda a instancias del exterior, ambos abren la puerta a una intromisión foránea.
¿No saben que Luis Almagro, cabeza de la Organización de Estados Americanos, gusta más de intervenir que de conciliar? ¿No han visto el desempeño sesgado del secretario general de ese organismo, ni se imaginan para quién trabaja? ¿Es tal la incapacidad política nacional que es menester jugar con la idea de la intervención internacional?
Absurdo defender la soberanía exponiéndola fuera. Mejor reconocer los roles y ajustar las conductas.
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Firmes, pero no mucho en reivindicar el federalismo y el repudio a la concentración del poder, asombra la indiferencia, el silencio o la doblez de las dirigencias partidistas estatales ante la creciente intervención del Instituto Nacional Electoral en los procesos electorales locales.
Con la mano en la cintura y con base en el mazacote que es la legislación electoral, el instituto nacional ignora o anula a contentillo a los organismos públicos locales electorales. El organismo nacional mete y saca las manos, fija y cambia criterios, asume o delega responsabilidades a capricho y ni chistan los organismos locales ni las dirigencias partidistas estatales.
Curioso federalismo intervenido y más cuando de las casi veinte mil posiciones en juego electoral, sólo quinientas (2.5%) son de carácter federal, las de los diputados al Congreso de la Unión. ¿En qué quedamos, es federal o central la República?
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Ante ese cuadro sería un alivio ver en consejeros y jueces electorales, así como en los otros poderes de la Unión instancias e instituciones capaces de reencarrilar con decisión y serenidad el proceso electoral, pero no. Ponen su granito de confusión y tensión al problema.
En el Tribunal Electoral, el magistrado presidente, José Luis Vargas, protagoniza su propia y muy personal lucha de poder al interior del órgano impartidor de justicia. Con tal de no decir ni pío de sus enredos, ni de Pío el hermano del presidente López Obrador ha hipotecado su autonomía e independencia.
En el Instituto Electoral, el consejero presidente, Lorenzo Córdova, no contribuye en nada al señalar la posibilidad de anular una elección por violación a los principios constitucionales. Qué tranquilidad saber que, después de todo, se puede echar abajo la elección.
En el Congreso de la Unión, la relación entre los partidos de oposición la define una serie de conceptos memorables: carroñeros o asesinos, golpistas o tiranos... Así se llevan en la sede de la soberanía y la representación popular.
Y ni qué decir del Poder Judicial que, en sus últimas decisiones y resoluciones, ha hecho de la confusión, contradicción o incongruencia salida de emergencia.
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En una democracia sin demócratas, intervenida y vacía se empeña la clase política y así quiere animar, por increíble que parezca, la participación ciudadana.
Por cierto, a ver qué impresión causa a la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, el paisaje poselectoral cuando llegue el lunes 7 de junio. ¿Quién agendó o aceptó esa visita, el día después de la jornada electoral?